Fiesta de San José

+ Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos, España

 

Seminario - 19 marzo 2004

Queridos formadores y seminaristas

1. Hoy es un día de gran alegría para todos nosotros. Porque es el día de nuestro Patrono San José y, por eso, el día por antonomasia del Seminario.

San José es, en efecto, el que guarda y protege nuestra vocación y el que nos ayuda a configurarnos cada día más con Jesucristo, al que nadie –después de María, su Esposa y Madre nuestra– ha tratado más ni conocido mejor. San José no pudo estar presente en el momento en que Jesús inició su ministerio público y consumó la donación de su vida en el altar de la Cruz. De ahí que no le fuera posible presenciar los momentos cumbres en que Jesucristo aparecía y actuaba como Sumo y Eterno Sacerdote. Sin embargo, esto no quiere decir que estuviera al margen de ese sacerdocio. Muy al contrario, custodió y protegió al que, desde el momento de su Encarnación y precisamente por ella, quedó constituido Sacerdote de la Nueva Alianza. Por eso, Juan Pablo II no ha dudado en calificarle como "custodio del Redentor" (Exhortación Redemptoris custos).

2. San José es, además, el modelo perfecto de lo que debe ser la vida de un seminarista y de un sacerdote. Porque si algo califica la vida de san José es su plena disponibilidad para los planes de Dios. Esa disponibilidad aparece en el momento de aceptar a María como esposa, tras ser advertido por un ángel de que los signos de maternidad que veía en ella eran verdaderos, pero que procedían del Espíritu Santo. Aparece también en la huida a Egipto para salvar al recién nacido. En la vuelta a Nazaret, tras la muerte de Herodes. Y en el día a día de su trabajo, para sacar adelante la Sagrada Familia.

Esa disponibilidad fue total y, a la vez, sencilla, sin alharacas. Se puso al servicio de Dios con toda su personalidad y esfuerzo, pero a través de una vida que, en lo externo, en nada difería de la que llevaban los demás padres de Nazaret. Gracias a esta entrega, Dios fue realizando sus designios redentores y Jesús crecía y se robustecía en espera de realizar el sacrificio de la Cruz, con el cual redimiría al mundo y establecería la Nueva y Eterna Alianza.

A través de esa vida José tuvo la oportunidad de tratar intensamente a Jesús, y así conocerle y amarle. ¡Cómo disfrutaría enseñándole a manejar los instrumentos del taller, a hacer los utensilios que precisaban las amas de casa y los labradores de Nazaret, los secretos de la madera y las mil pequeñas cosas que tejían la vida de un trabajador manual que tenía que hacer de herrero, carpintero, albañil, etc. de un villorrio de entonces!

3. Queridos seminaristas. Vosotros también habéis recibido una vocación sublime. Diría que más sublime que la de san José. Porque habéis sido llamados no sólo para ser "custodios de Jesucristo", sino también "otros Cristos, el mismo Cristo" entre los hombres de este momento y de todo el siglo que acaba de comenzar. En vuestras parroquias había otros chicos; quizás más inteligentes y con más cualidades que vosotros. Sin embargo, Jesús no les llamó a ellos y os llamó a vosotros. A cada uno le ha dicho, de una u otra manera: "Ven y sígueme", porque quiero hacerte pescador de hombres conmigo.

Ante la llamada, vosotros tenéis que responder como san José: con plena responsabilidad y con plena fidelidad. Y hacerlo en medio de una vida sencilla. Para ello, tenéis que imitar el ejemplo de san José: tratar con gran intimidad a Jesucristo, amar profundamente a la Virgen, trabajar con esfuerzo y constancia y llevar una vida pobre y austera. Estas fueron las indicaciones que os di al comienzo del curso y estas son las indicaciones que quiero reiteraros ahora, incluso con más insistencia.

Allí os decía que los seminaristas que la Iglesia necesita hoy son seminaristas que amen profundamente a Jesucristo, a su Iglesia y a los hombres de hoy; que sean muy trabajadores; y que sean muy austeros. Los mismos rasgos que caracterizaron a san José. El amor no es un sentimiento vano, superficial o pasajero. Es la donación de nosotros mismos a las personas que amamos. Amar a Jesucristo, a la Iglesia y a los hombres es, pues, dar la vida realmente por ellos. Hasta el punto de entregar el propio cuerpo y el amor humano a la causa del Reino, mediante el celibato apostólico.

Ser célibe no es ser un soltero, menos un "solterón" que rehuye las cargas de la paternidad. Ser célibe es entregar a Jesucristo la vida entera, para no pensar, hablar, ni hacer otra cosa que no sean "sus" cosas, es decir: las almas. El célibe es un hombre que sabe amar más y mejor. Dios no le pide que renuncie al amor, sino que el amor que entregaría a una mujer y a unos hijos, lo ponga al servicio de una paternidad más amplia y más grande: engendrar nuevos cristianos y, una vez engendrados, hacerles llegar a la madurez de vida en Cristo. Nada hay, por eso, más contradictorio que un seminarista –y un sacerdote– egoísta y poco generoso, más preocupado de sí que de los demás.

Ahora bien, para vivir ahora y luego castamente es imprescindible estar enamorados de Jesucristo; quererle a Él por encima de todos y de todo. Si falla el amor, falla la castidad y falla el celibato, porque, en última instancia, la castidad es cuestión de amor como la impureza lo es de egoísmo. Este enamoramiento tiene el mismo itinerario que el enamoramiento de la tierra: el trato, la amistad, los mil pequeños detalles. No nos engañemos: para amar a Jesucristo hay que tratarle de modo continuo y amistoso. Un seminarista que no pasa muchos ratos delante del Sagrario no puede conocer ni amar a Jesucristo. Por eso, ya desde ahora tenéis que ser "hombres de sagrario", hombres que tienen la experiencia de tratar a Jesús, de saber lo bueno que él es, el amor que él nos tiene, las delicias que comporta renunciar a los propios cosas por amor a él. Ya ahora, cuando vais a vuestras parroquias en vacaciones o a la pastoral, la gente ha de veros muy piadosos, muy eucarísticos. Necesita veros arrodillados delante del Sagrario haciendo oración, dando gracias después de la Misa. No dejéis de repetiros a vosotros mismos lo que tantas veces habéis oído: al mundo le salvan los santos, no los sabios; no le salvan nuestros talentos, sino la gracia divina, y ésta llega a través de quienes responden plenamente a lo que Dios quiere.

5. Antes de terminar volvamos los ojos al taller de José. Hay sólo hay trabajo duro y constante, un día y otro. Un trabajo hecho por amor a Dios y a los hombres. Un trabajo santo y santificador. Y, junto al taller, la vivienda pobre y sencilla, aunque limpia y ordenada. ¡Que ejemplo para nosotros! Está bien usar de los medios que pone la técnica a nuestra disposición. Pero sin confundir las cosas, pues no son fines sino instrumentos y no los más importantes. Nuestro medio por excelencia es el conocimiento serio y profundo del misterio de Dios revelado en Cristo, que conocemos mediante el estudio continuo. Hemos de seguir ganando puntos en este capítulo. Es también la enseñanza del Papa. Recientemente les decía a los seminaristas del Seminario mayor de Viena: "El estudio y la oración… son medios indispensables en el camino de la santidad" (2.II.2004). Por otra, como os decía a principio de curso, no podemos caer en el espejismo de creer que seremos muy trabajadores en el ministerio, si ahora no lo somos en el estudio. Sólo el que adquiere el hábito del trabajo en el seminario, será un sacerdote trabajador. Por otra parte, el estudio a fondo de la filosofía y la teología requiere mucho espíritu de sacrificio; por eso, el estudio os facilitará una vida sobria y pobre, sin caprichos, sin crearos necesidades, sin ser atrapados en las redes del consumismo.

6. Como veis, es una maravilla ser seminarista hoy. Nada hay comparable, porque no hay cosa más grande que entregarse a Jesucristo y a la Iglesia cuando se tiene toda la vida por delante. Esta entrega os hará felices, porque, porque el hombre se hace tanto más hombre cuanto más se dona a los demás por amor; mientras que el egoísmo, además de empobrecer, deja en el alma la escoria de la insatisfacción. Seamos muy fieles para ser muy felices. Como lo fue san José y como lo han sido y lo son tantos y tantos sacerdotes.

Vayamos a la Virgen para que nos enseñe cómo tratar a José y a Jesús. Ella es la que mejor conoce los secretos de los dos. Y Ella sabe ser como nadie la Madre buena de los seminaristas y sacerdotes.