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La sombra de José: nunca hubo
dos novios más felices
Padre José Luis Martín Descalzo
FHay que reconocer que san José no
ha tenido mucha suerte que digamos en la transmisión que los
siglos han hecho de su figura. La magen que surge al oír su
nombre es la de un viejo venerable que tiene en sus manos una
vara de nardo un tanto cursi.
Al parecer, como los hombres somos mucho más «listos» que Dios,
nos precipitamos enseguida a cubrir con nuestra mala imaginación
lo que los evangelistas velaron con su buena seriedad teológica.
Y así es como a José le dedican pocas líneas los evangelistas y
cientos de páginas la leyenda dorada.
La edad de José
La realidad es que el Evangelio rodea su figura de sombra, de
humildad y de silencio: se le adivina, más que se le ve. Nada
sabemos de su edad. Los pintores, siguiendo a la leyenda, le
prefieren adulto o anciano.
Un especialista como Franz Jantsch sitúa a José, a la hora de su
matrimonio, entre los 40 ó 50 años, aun rechazando la idea de la
ancianidad. Pero dada la brevedad de la vida en aquel siglo y
aquel país, los cuarenta o cincuenta hubieran sido una verdadera
ancianidad. Al otro extremo se va Jim Bishop que pone a José con
19 años. Lo más probable es que tuviera algunos años más que
María y que se desposara con ella en torno a los 25, edad muy
corriente para los jóvenes que se casaban en aquel tiempo.
¿Carpintero?
¿Era realmente carpintero? Otra vez la oscuridad. La palabra
griega tecton habría que traducirla, en rigor, como «artesano»,
sin mayores especificaciones.
A favor de un trabajo de carpintería estaría la antigüedad de la
tradición (san Justino nos dice que construía yugos y arados, y
en la misma linea escriben Orígenes, san Efrén y san Juan
Damasceno) y el hecho de que ningún apócrifo le atribuya jamás
otro oficio. Hasta la edad media no aparecen los autores que le
dicen herrero (san Isidoro de Sevilla entre otros). Pero ninguna
prueba decisiva señala con precisión el oficio de José. Algo
puede aclararnos el hecho de que en la época de Cristo en
Palestina escaseaba la madera. Como consecuencia, muy pocas
cosas eran entonces de madera. En los edificios la madera se
reducía a las puertas y muchas casas no tenían otra puerta que
una gruesa cortina. No debía, pues, ser mucho el trabajo para un
carpintero en un pueblo de no más de cincuenta familias. Los
muebles apenas existían.
Habría que empezar a pensar que los trabajos de José eran
encargos eventuales que consistían en reparar hoy un tejado,
mañana en arreglar un carro, pasado en recomponer un yugo o un
arado.
Su matrimonio
Lo primero que el evangelista nos dice es que María estaba
desposada con él y que antes de que conviviesen (cfr. Mt 1, 18)
ella apareció en estado. Nos encontramos ya aquí con la primera
sorpresa: ¿Cómo es que estando desposada no habían comenzado a
convivir? Tendremos que acudir a las costumbres de la época para
aclarar el problema.
El matrimonio en la Palestina de aquel tiempo se celebraba en
dos etapas: el «quiddushin» o compromiso y el «nissuin» o
matrimonio propiamente tal. Son los padres o tutores quienes
eligen esposo a la esposa y quienes conciertan el matrimonio sin
que la voluntad de los contrayentes intervenga.
Los tratos preliminares concluían con la ceremonia de los
desposorios que se celebraba en la casa de la novia. Este
compromiso tenía toda la solidez jurídica de un verdadero
matrimonio. «He aquí que tú eres mi prometida», decía el hombre
a la mujer, mientras deslizaba en su mano la moneda que
simbolizaba las arras. «He aquí que tú eres mi prometido»,
respondía la mujer, que pasaba a ser esposa de pleno derecho.
Con el nombre de «esposa de fulano» se la conocía desde
entonces. Los desposorios eran, pues, un verdadero matrimonio.
Tras ellos podían tener los novios relaciones íntimas y el fruto
de estas relaciones no era considerado ilegitimo, si bien en
Galilea la costumbre era la de mantener la pureza hasta el
contrato final del matrimonio. Este solía realizarse un año
después.
El novio se dirigía hacia la casa de su prometida, llevando un
borriquillo ricamente enjaezado. La novia vestía de púrpura,
ajustado el vestido con el cinturón nupcial que la víspera le
había regalado el novio. Perfumada, lucía todas sus joyas.
Recibía al hombre con los ojos bajos. Éste la acomodaba sobre el
asno que luego conduciría de la brida. En el camino se arrojaban
flores sobre los desposados, sonaban flautas y timbales y se
cantaba. Ya en la casa del novio, un sacerdote o un anciano leía
los textos que hablaban de los amores de Sara y Tobías.
El silencio de Dios
María y José vivieron sin duda todas estas ceremonias. Pero,
para ellos, entre la primera y la segunda ocurrió algo. María y
José iban a cruzar ese tremendo desierto que los modernos
llamamos «el silencio de Dios».
Ella había partido hacia Ain Karim. Había pedido permiso a José
para pasar unas semanas con su prima. Regresó a Nazaret y
esperó, esperó en silencio. Si la Virgen había experimentado una
extrañeza bien humana al preguntar cómo ocurriría lo que
anunciaba el ángel, al no conocer ella varón, cuánto más habría
dudado José. Además, ¿qué pruebas podía aportar María? Se calló
y esperó.
La noche oscura de José
¿Cómo conoció José el embarazo de María? Tampoco lo sabemos. Lo
más probable es que no lo notara al principio. Los hombres
suelen ser bastante despistados en estas cosas. Lo verosímil es
pensar que la noticia comenzó a correrse entre las mujeres de
Nazaret y que alguna de ellas felicitó a José porque iba a ser
padre. Ya hemos señalado que nadie pudo ver un pecado en este
quedar embarazada María. No era lo más correcto, pero tampoco
era un adulterio. Pero para José, que sabía que entre él y María
no había existido contacto carnal alguno, la noticia tuvo que
ser una catástrofe interior. No reaccionó con cólera, sino con
un total desconcierto. En José no hay ni sombra de deseos de
venganza.
¿Creyó José en la culpabilidad de su esposa? San Agustín dice
que sí: la juzgó adúltera. En la misma línea se sitúan no pocos
padres de la Iglesia y algunos biógrafos. Pero la reacción
posterior de José está tan llena de ternura que no parece
admitir ese pensamiento. Lo más probable es que José pensara que
María había sido violada durante aquel viaje a Ain Karim.
Probablemente se echó a sí mismo la culpa por no haberla
acompañado. Viajar en aquellos tiempos era siempre peligroso.
Esto explicaría mucho mejor el silencio en que ella se
encerraba.
Pero el problema para José era grave. Si la quería, no le
resultaba difícil perdonarla y comprenderla. Si María había sido
violada, bastante problema tendría la pobrecilla para que él no
la ayudara a soportarlo.
José, dice el evangelista, era «justo» (Mt 1, 19). Esta palabra
en los evangelios tiene siempre un sentido: cumplidor estricto
de la ley. Y la ley mandaba denunciar a la adúltera. Y, aun
cuando ella no fuera culpable, José no podía dar a la estirpe de
David un hijo ilegítimo. Si José callaba y aceptaba este niño
como si fuera suyo, violaba la ley. Pero, si él no reconocía
este niño como suyo, María tendría que ser juzgada públicamente
de adulterio y probablemente sería condenada a la lapidación.
Esta idea angustió a José. Denunciarla públicamente no quería.
¿Podría «abandonarla» en silencio? En lenguaje bíblico
«abandonar» era dar un libelo legal de repudio. Probablemente,
pues, era esto lo que proyectaba José: daría un libelo de
repudio a María, pero en él no aclararía la causa de su
abandono.
¿Cuánto duró esta angustia? Días, probablemente. Días terribles
para él, pero aún más para ella. ¡Dios no hablaba!
Difícilmente ha habido en la historia dolor más agudo y
penetrante que el que estos dos muchachos sintieron entonces.
El misterio se aclara
No había llegado José a tomar una decisión cuando en sueños se
le apareció un ángel del Señor (cfr. Mt 1, 20).
José aquella noche entendió que a él se le aclaraba el
rompecabezas de su espíritu. Ahora todo cuadraba. Ahora supo por
qué quería a María y, al mismo tiempo, no la deseaba. Entendía
cómo podían unirse ideas tan opuestas como «virginidad» y
«maternidad»; cómo él podía ser padre sin serlo, cómo aquel
terrible dolor suyo de la víspera había sido maravillosamente
fecundo.
Sintió deseos de correr y abrazar a María. Lo hizo apenas fue de
día. Y a ella le bastó ver su cara para comprender que Dios
había hablado a José como antes lo había hecho con Isabel. Ahora
podían hablar ya claramente, confrontar sus «historias de
ángeles», ver que todo cuadraba. Comprendían su doble amor
virginal y veían que esta virginidad en nada disminuía su
verdadero amor. Nunca hubo dos novios más felices que María y
José paseando aquel día bajo el sol.
Fuente:
Extractado de Vida y Misterio de Jesús de Nazaret I
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