El santo y la Virgen: mensaje de reconciliación

Jaime Septién

 

Celebramos por vez primera la santidad de Juan Diego, el mensajero de la Virgen de Guadalupe. Una ocasión muy digna de reflexión para los mexicanos, y para todos los cristianos. La nota que me interesa resaltar es que san Juan Diego surgió como una gran figura de reconciliación en tiempos de crisis profunda: el trauma de la Conquista no es que estuviera cercano, es que se estaba viviendo por los antiguos habitantes de México: estaba en la carne viva, en la sangre, en el coraje y la ira de quienes veían sus vidas rotas. Apenas si habían pasado diez años…

El milagro del “hecho guadalupano” es la profunda fusión entre el alma indígena y el espíritu del cristianismo. El puente de esa fusión fue Juan Diego. Es el padre del espíritu del mestizaje. El padre de la nueva nación que se erigía desde el cerro del Tepeyac. No estoy hablando del mestizaje como un fenómeno racial ni de México como una entidad jurídica. Estoy tratando de explicar algo mucho más esencial que la carne, la apariencia o un Estado. Quiero enfocar el suceso desde la Gracia. Es decir, desde la Misericordia. El milagro guadalupano es, en síntesis, una Gracia. La intervención misericordiosa de Dios en la historia, en nuestra propia historia, para evitar el aplastamiento de una potencia militar a un pueblo bélico pero humillado por la superioridad de una civilización.

¿Qué nos dice hoy mismo esta intervención divina? ¿Qué huella de identificación traemos en la sangre los mexicanos? ¿Qué le dice a España? ¿Qué le dice al mundo cristiano? Son preguntas que debemos hacernos para comprender el estupor que nos invade cada diciembre, y a partir de ahora, por partida doble: con san Juan Diego el 9 y con la Santísima Virgen de Guadalupe el 12 de este mes en que celebramos su presencia en el alma de América. 

Primero, que Dios, en verdad, interviene en nuestra vida: que el desarrollo de la historia tiene un alfa y un omega, un principio y un fin, que de Dios hemos partido y que a Él hemos de volver, tras el peregrinaje que es el mundo. Sobre las señas de identidad a los mexicanos, que Guadalupe y Juan Diego nos entregan, éstas no pueden ser otras que las del diálogo, la conversación íntima, la reconciliación y el encuentro amoroso: aquél que hace mirar al cielo y no a los asuntos eminentes (y urgentes, si se quiere) de la tierra. 

Por lo demás, a España, ya de salida de la fe, una fuerza de esta magnitud, un encuentro de esta sazón, no puede sino transmitirle la vorágine magnífica de la fe, la pasión sensacional del espíritu, el triunfo del Amor sobre la Razón, del abrazo sobre la disección; de la libertad que consiste en la aceptación de Dios contra el nuevo esclavismo del hombre vuelto Dios. Y al mundo cristiano, también. Desde México, desde este “hecho” comprobado por los historiadores y afamado por siglos de veneración, el testimonio de un indígena nos llama ahora mismo a la puerta para dejarnos un recado: no importa la condición de la persona; si confiamos en Dios, a través de María, todos estamos llamados a la perfección de la santidad.

Fuente: elobservadoronline.com