San Juan Diego: icono de santidad indígena

 

Roberto Fernández Iglesias

 

El santo es un ‘icono’ de Dios, una representación de su misterio divino, invisible para nuestros ojos carnales, pero fascinante para nuestros ojos del alma, para los ojos de la fe. 

Cuando la Iglesia Católica se pronuncia oficial y solemnemente por la santidad de alguno de sus miembros, ha tenido que realizar primero un largo recorrido. No se llega a la canonización de golpe, sino a través de una investigación prolija y agotadora que se ha ido afinando con el correr de la historia y que en nuestros días se centra en dos núcleos principales: las virtudes heroicas del personaje y los milagros realizados por su intercesión. Ambas cosas requieren un profundo estudio, al que se consagran especialistas de la historia, la espiritualidad y distintas ramas del saber. Tras lo cual, la Iglesia, mediante el plácet de diversas instancias colegiadas, pronuncia un testimonio formal de que la persona canonizada está realmente en el cielo y el Papa declara santo a quien previamente Dios ya había distinguido por sus virtudes y milagros. 
Hay, pues, una santidad específica de los cristianos, cuya naturaleza está fijada por las Sagradas Escrituras y cuyo criterio exterior lo constituye el proceso de canonización. Esta santidad específica la han vivido muchos hombres y mujeres, de muchas maneras diferentes, a través de todas las épocas y en estados de vida muy distintos. Porque en el cristiano el llamamiento a la santidad es universal. Todos están invitados a ser santos. Y si miramos el catálogo de quienes lo lograron encontraremos una galería infinita de prototipos asimétricos que nos invitan a reconocer que Cristo puede ser seguido desde cualquier punto de la geografía existencial. Y, sin embargo, los canonizados son una minoría en comparación con los que gozan en el cielo de una santidad plena, aunque anónima en esta tierra. Es que la Iglesia hace una relectura constante del pasado y así encuentra hoy significativos a los personajes que le pasaron desapercibidos ayer. 
La Teología ortodoxa dio culto a los ikonos como manifestaciones de los misterios de la fe y atribuyó su pintura a manos sobrenaturales. Y realmente que nos parecen divinos incluso a los occidentales, pues en esta línea de pensamiento, en la Teología católica, podríamos decir que un santo es quien produce el rostro invisible de Dios en esta tierra a través de actitudes auténticas humanas motivadas en el principio sobrenatural de la gracia. El santo es un ‘ícono’ de Dios, una representación de su misterio divino, invisible para nuestros ojos carnales, pero fascinante para nuestros ojos del alma, para los ojos de la fe. Así los santos tienen una energía que nos remite siempre a Dios, fuente suprema e inagotable de toda santidad. 
Juan Pablo II acaba de declarar santo a Juan Diego, el indio que llevó impresa en su tilma a la Madre Santísima de Dios. Como el chasqui de nueva primavera del Evangelio, el obispo Zumárraga llevó el mensaje de la Virgen María. Y hoy la Iglesia universal reconoce sus virtudes heroicas y los milagros hechos por su intercesión. 
Que San Juan Diego sea para los aborígenes de América un ‘ícono’ de santidad auténtica y para todos los cristianos una oportunidad de reconocer que el indígena no es sólo capaz de fe y de religión, sino además de perfección y de santidad verdadera. 

Publicado en HOY, Quito, Ecuador. Domingo 4 de agosto de 2002 

Fuente: periodismocatolico.com