Juan Diego en vida 

Padre Valerio Maccagnan, OSM.

 

Con rigor histórico, se puede afirmar que el vidente Juan Diego nació en la villa de Cuautitlán en 1474, no muy lejos de la actual capital de México, y murió el 15 de mayo de 1548, cuando andaba en los 74 años de edad.

El nombre civil de Juan Diego fue Cuauhtlatoatzin, nombre náhuatl que significa: tzin-, partícula diminutiva o reverencial; cuauhtli=águila; tlatoa=hablar; huac=como. Esto es: «Aquel que habla como águila». 

En el evento del Tepeyac, Juan Diego vio a la Virgen María rodeada de luz; escuchó el canto de los pájaros y la colina árida se convirtió en un vergel, en una primavera de flores bellísimas; el risco y los escombros del antiguo santuario de la diosa Tonantzin, destruido por Gonzalo de Sandoval, se transformaron en piedras preciosas, entre ellas el jade (chachíhuitl), símbolo de la vida. La imagen milagrosamente estampada en el ayate del vidente, representa iconográficamente, de algún modo, a la Virgen del Apocalipsis: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y 46 estrellas en su manto.

Semblanza

Juan Diego tenía un secreto y no estaba autorizado a revelarlo a nadie; su consigna era ir con el Obispo Juan de Zumárraga para pedir la construcción de un templo, puesto que ésta era la voluntad de la Señora del Cielo. Él se sintió sólo un mensajero, un heraldo, un enviado de confianza, y cumplió su misión con fidelidad y discreción. 

El vidente Juan Diego practicó la virtud de la castidad a partir de su conversión, de su bautizo impartido por Fray Toribio de Benavente (Motolinía), posiblemente a la edad de 50 años, que concuerda con la llegada de los misioneros franciscanos en 1524. Es un rasgo biográfico novedoso, extraordinario e insólito para un laico como él en el ambiente cultural de aquella época.

Después de servir en la primera ermita a la Señora del Cielo, Juan Diego se dedicó a relatar su maravillosa experiencia a los peregrinos que visitaban el lugar de la aparición, y a evangelizar a indígenas y españoles. Murió en 1548, a la edad de 74 años. Ese mismo año falleció el Obispo Juan de Zumárraga.

La casa de Juan Diego en Cuautitlán se descubrió gracias a un hallazgo arqueológico, en 1963. Los investigadores guadalupanos están seguros hoy de haber encontrado las auténticas ruinas de la casa de Juan Diego y su tío Juan Bernardino; a este último la Virgen lo alivió de una grave enfermedad y reveló su nombre de «Guadalupe». Numerosos peregrinos acuden constantemente a visitar ese lugar histórico, para rendir homenaje y gratitud a la Virgen y a los dos protagonistas guadalupanos. 

Juan Diego quedó en el olvido demasiado tiempo. Desde el inicio, es decir, poco tiempo después de su muerte, los fieles, sobre todo los indios, pedían su intercesión ante la Virgen Santísima para conseguir alguna gracia o favores celestiales. Convencido, sin embargo, de que Juan Diego era canonizable, el obispo de Huejutla, Hidalgo, Mons. José de Jesús Manríquez y Zárate, lanzó un llamado apremiante a sus fieles para trabajar por la glorificación de Juan Diego; esto lo hizo en su XXI Carta Pastoral, el 12 de abril de 1939.

Huejutla es una diócesis compuesta en su mayoría por indígenas de cultura náhuatl. Ese obispo tuvo la brillante idea de añadir la aureola de santidad al protagonista guadalupano, porque podría ser un ejemplo extraordinario y atractivo de vida cristiana para los indios de su diócesis.

La vida de Juan Diego, a la luz del Evangelio, puede ser marcada por tres grandes etapas: a) Bautismo; b) experiencia mariana con las apariciones del Tepeyac; c) evangelización de sus hermanos indígenas. Fue servidor de la Palabra, profeta y apóstol al servicio de Santa María de Guadalupe.

Heroísmo en la virtud

Juan Diego no es escogido por María solamente por ser indígena, un macehual de la clase pobre, sino porque vive las Bienaventuranzas (Mt 5, 1-12).

Desde 1531, año de la aparición guadalupana, hasta 1548, año de su muerte, Juan Diego fue testigo, profeta, evangelizador y fiel devoto de Santa María de Guadalupe. Fueron 17 años fecundos de apostolado, oración, penitencia, silencio, y entrega total a la Virgen y a sus hermanos indígenas, quienes acudían en número creciente al santuario mariano, fuera para escuchar el relato de las apariciones o fuera para contemplar la maravillosa Imagen guadalupana.

Indudablemente, Juan Diego recibió abundantes gracias para cumplir fielmente su misión de laico evangelizador. Practicó heroicamente las virtudes cristianas, teologales y morales, e inclusive los consejos evangélicos. Por ese motivo está próxima la fecha de su canonización, la cual se llevará a cabo en julio de 2002. 

Su canonización, a 471 años de las apariciones

A partir del acontecimiento guadalupano, sucedió algo maravilloso, increíble. Los indígenas se convertían en masa, porque la evangelización guadalupana estaba perfectamente inculturada, puesto que en su misma aparición se revistió y anunciaba «la flor y el canto» (in xóchitl, in cuícatl), difrasismo que alude al corazón de Dios al mismo tiempo que a una verdad histórica que abraza la cultura, el destino del hombre en Dios, Señor de la Historia que ama a toda la Humanidad, y el horizonte de un nuevo camino de fe para el pueblo mexica.

El camino, muy hermoso, por el cual avanzó el pueblo mexicano creyente, fue la mediación de María, nuestra Madre Celestial, la Virgen de Guadalupe.

El 6 de mayo de 1990, el Papa Juan Pablo II proclamó beato a Juan Diego, en la insigne Basílica de Guadalupe de la ciudad de México. Se rescató así la figura histórica y moral del protagonista del evento guadalupano. Con ansia y regocijo esperamos al Pontífice, quien canonizará a Juan Diego el día 30 de julio próximo, en el mismo santuario.

El indio Juan Diego fue el eslabón entre el mundo antiguo mexicano y la propuesta misionera traída por los franciscanos. A través de la mediación de María, Juan Diego es el elegido por Dios para que Cristo se encarne en una Humanidad cultural. Guadalupe es memoria y profecía, búsqueda y encuentro de la propia identidad, en cuanto se despliegan nuevos horizontes que proyectan el destino de un pueblo.

Fuente: Semanario, Arquidiócesis de Guadalajara, México