San Juan Diego no es santo porque se le apareció la Virgen, sino porque practicó las virtudes cristianas

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Se llamaba Cuauhtlatoatzin, pero al recibir el Bautismo tomó el nombre de Juan Diego.

«Esfuércense en entrar por la puerta angosta» (Lc 13, 24)

Desde su conversión, estuvo dominado por el pensamiento de Dios y de su servicio. Todos los sábados viajaba de Tulpe-tlac a Tlaltelolco, precisamente para asistir a la Misa de Nuestra Señora y también a la doctrina cristiana que en ese día y en los de fiesta se enseñaba a los neófitos. Dos leguas es distancia suficiente para rendir a cualquier persona de mediana salud. La distancia entre ambos pueblos era de dos leguas (unos diez kilómetros), por lo que estamos hablando de unos 20 kilómetros en total, ida y vuelta.
Iba y venía por ese camino cuando conoció la religión de los hispanos, y al regresar a su tierra se detenía solo para reflexionar lo que había aprendido y cómo se lo iba a explicar a sus familiares y vecinos: por eso le decían sus contemporáneos el solitario. Era el evangelizador de su ambiente.

«Hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos» (Mt 19, 12)

A Malintzin, según las costumbres de su tiempo, la tomó por esposa. Al hacerse cristianos, ella se bautizó con el nombre de María Lucía, y recibieron el sacramento del matrimonio en Santa Cruz El Alto, que pertenecía a Cuautitlán de Santa Clara.
Cuando san Juan Diego oyó al fraile Motolinía decir que a Dios le agradaba la virtud de la castidad y en qué consistía, de inmediato fue a su hogar a explicarle a su esposa lo que había aprendido, y ya conscientes de lo que a Dios le agradaba, hicieron voto de continencia.
Sin embargo, cuando tuvieron lugar las apariciones de la Virgen, san Juan Diego hacía dos años que había enviudado.

«Sean humildes y consideren a los demás superiores a ustedes mismos» (Flp 2, 3)

Pero no fue un simple macehual, como siempre se ha considerado por las palabras del mismo Juan Diego en los diálogos con la Virgen; lo que expresó en ese momento fue fruto de su humildad heroica.
Juan Diego, ante todo, tenía un concepto bajísimo de sí mismo. En efecto, cuando él volvía desilusionado y cabizbajo de hablar con el Obispo, y la Santísima Virgen se le apareció por segunda vez, le dijo a la Señora: «Te ruego encarecidamente, Señora y Niña Mía, que a alguno de los principales conocidos, de respeto y estima, le encargues que lleve tu mensaje, para que le crean, porque yo soy un hombrecillo, un cordel, una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y Tú, Niña Mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro».. No bastó a Juan Diego un vocablo solo para expresar su bajeza, sino que empleó varios.
Mas la verdadera humildad debe obedecer. La Virgen le responde: «Oye, hijo mío, el más pequeño de mis hijos; ten entendido que valen mucho mis servidores y mensajeros a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad, pero es del todo preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño y con rigor te mando que otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Dile en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad: que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envío».
Ante estas palabras, san Juan Diego se sobrepuso a sí mismo,a pesar de que sentía, indudablemente, el cansancio, la debilidad, la humillación y todo lo que dificulta la vida cristiana.

«Jesús le dijo: 'Sígueme'. Él se levantó y lo siguió» (Mt 9, 9)

Tras las apariciones, es históricamente cierto que Juan Diego vivió largos años —alrededor de 17— entregado completamente al servicio de Dios, ocupado siempre en oraciones, trabajos y penitencias. Todo esto —¡nótese bien!— por mandato de la propia Virgen María.
Cuando el tío Juan Bernardino quería ir a vivir a la ermita con Juan Diego, él le respondió: «No, la Señora del Cielo quiere que yo esté aquí y que tú cuides las cosas y tierras que nos dejaron nuestros antepasados». Entonces le cedió a su tío casas, terrenos y propiedades muebles
Así Juan Diego cumplió la voluntad divina abandonando todas las cosas de este mundo y dedicándose completamente al servicio del Señor.

«Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col, 1, 24)

Apodado el peregrino por sus contemporáneos, san Juan Diego no buscaba otra cosa que a Dios. Es decir, desde su conversión al cristianismo estuvo muerto para este mundo.
Pero no se limitó a ser peregrino y a morir al mundo, sino que quiso, además, crucificarse en vida para morir en la Cruz con Él. Juan Diego mortificaba su cuerpo de mil maneras por medio del trabajo y de los quehaceres humildes que asumía en la ermita. En efecto, la barría, la aseaba, estaba pendiente de lo que se le ofrecía al capellán. El tiempo que le quedaba lo ocupaba en la oración y maceraba su carne de muchas maneras. Vivió ejercitándose en mortificaciones, ayunos y disciplinas.

«Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia» (Flp 1, 21)

San Juan Diego murió en el año de 1548; tenía paroximadamente 64 años de edad.
Según escribe el Padre De Florencia, «es tradición que, barriendo una vez la iglesia, le habló la Señora desde su altar y le avisó la cercanía de su tránsito... y todo es creíble por las finezas y demostraciones de la Señora con él y la devoción y puntualidad de Juan Diego de asistir a su imagen y servir en su Santa Casa».
Este autor también asevera: «Tiénese por cosa constante entre los naturales habérseles aparecido y asistido a la cabecera la Santísima Virgen a los dos, tío y sobrino, a la hora de la muerte, consolándolos para pasar, con ánimo aliento, aquel decretorio trance».

«Dichosos los que mueren en el Señor... pues sus obras los acompañan» (Ap 14, 13)

Antes y después de las apariciones guadalupanas ya era tenido Juan Diego en un concepto de alta santidad. Así lo dicen los ocho testigos indígenas de las Informaciones Canónicas de 1666: que por su mediación alcanzaban buenos temporales para sus milpas; que los papás lo ponían de modelo a sus hijos y los bendecían con esta frase: «Que Dios os haga como a Juan Diego y su tío Juan Bernardino»; que le llamaban el ermitaño porque gustaba de andar solo dedicado a la contemplación de las cosas divinas; que era muy amigo de ir a la doctrina y frecuentar los divinos oficios y que nunca faltaba a ellos; que era amigo de que todos viviesen bien y gustaba de apartarlos de vicios e idolatrías; que hacía grandes penitencias; que en aquel tiempo le llamaban Varón Santísimo.
No solamente en su vida mortal, sino también después de la muerte, los indios —afirma la tradición— ponían a san Juan Diego como intermediario para alcanzar de Dios y de la Virgen muchos favores.

Fuente: elobservadorenlinea.com