Sagrada Familia

+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería y Administrador A. de Ávila

 

Domingo infraoctava de la Navidad
Conmemoración en Almería de la entrega 
de la ciudad a los Reyes Católicos 

Lecturas: Eclo 3,3-7.14-17 Sal 127,1-5 Col 3,12-21
Mt 2,13-15

Excelentísimo Cabildo Catedral
Ilmo Sr. Alcalde,
Excmas. e Ilmas. Autoridades;
Hermanos sacerdotes y diáconos, religiosas y fieles laicos:

El aniversario de la entrega de la Ciudad coincide en este día con la fiesta de la Sagrada Familia. La circunstancia hace propicia una breve reflexión sobre el significado de esta fiesta navideña, al tiempo que evocamos con agradecimiento el acontecimiento histórico que devolvió a la ciudad y tierra de Almería la libertad perdida con la ocupación musulmana durante siglos. Su liberación como la del reino de Granada en su conjunto puso fin a una empresa de libertad que fue aspiración y empeño de los reinos cristianos de España que encontraron apoyo en todos los reinos de Europa, cuyos orígenes y trayectoria cristiana es referencia de su historia y obra de civilización y cultura.

En este domingo de la Sagrada Familia la Iglesia quiere ante todo que volvamos los ojos al hogar de Nazaret para contemplar en él la humanidad de Cristo y contemplar el verdadero alcance de la encarnación del Hijo de Dios, en todo semejante a nosotros menos en el pecado. Quiso el Señor nacer de María Virgen para que en su humanidad nueva, creada en justicia y santidad, el hombre pudiera superar la condición pecadora del viejo Adán. Cristo es así el nacido de lo alto, “no de la carne ni de la sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios”, nos dice san Juan en el prólogo a su evangelio (Jn 1,9). Nació de lo alto para recrear en su humanidad nueva nuestra humanidad pecadora.

El evangelio nos desvela así el misterio de la concepción virginal de Cristo, pero nos coloca ante la paternidad de san José como referencia insoslayable de la generación y desarrollo de la vida humana. José no sólo da nombre legal a Jesús como “hijo de David”, su misión es la de ejercer como padre de Jesús de forma plena, referencia sin la cual el crecimiento de la persona humana queda truncado según la ley natural del crecimiento en humanidad de los hijos. La carencia del padre o de la madre deja en desvalimiento, a veces hondamente traumático, la vida del hijo procreado. Ser madre y ser padre es resultado de la diferenciación de los sexos, principio natural de la constitución del matrimonio y origen de la familia. Así lo sanciona la historia de la humanidad como constante de todas las culturas. 

Tal es la irreductible y genuina identidad del matrimonio, algo que la razón natural alcanza y que la fe desvela en su más hondo misterio, porque la comunión de amor del hombre y de la mujer tiene su origen en la comunión de amor divino. La familia se enraíza así de forma transcendente en la relación amorosa de las divinas personas de la Trinidad. Elevado por Cristo a sacramento, el matrimonio es signo visible del amor de Dios por la humanidad revelado en el amor de Cristo por su Iglesia.

Los hijos agrandan la comunión de amor de los padres y, por eso, siendo el amor de los esposos el origen de los hijos, dice el libro del Eclesiástico que “Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre la prole” (Eclo 3,3). La autoridad, que no es dominio, sino orientación hacia la verdad y el bien y, por eso, servicio a la sociedad, es prerrogativa familiar de los padres, porque a ellos pertenece el protagonismo de la educación y la transmisión de las creencias y la concepción del mundo que quieren para sus hijos como patrimonio espiritual.

Por todo esto, la protección y amparo legal de la familia es deber del Estado, que no puede coartar o limitar las libertades que amparan la vida de la familia y constituyen la condición y el clima espiritual fundamental para un correcto desarrollo de las personas. Es deber del Estado garantizar y amparar los derechos de la familia, defendiendo la vida familiar de ataques que ponen en peligro la paz social y el orden moral de la convivencia. Todo cuanto se haga por la familia redundará, en cambio, en beneficio de la salud social y contribuirá a crear una cultura basada en la verdad y el bien.

La vida de la familia sólo se podrá afianzar hoy como siempre en el amor interpersonal de sus miembros y en el respeto de todos por cada uno. En una sociedad como la nuestra en la que ha prendido con fuerza una cultura del relativismo, regida por las opiniones y que rechaza la adhesión a la verdad como criterio, la vida familiar se ve afectada por graves perturbaciones morales. Se hace por eso necesaria una educación de los hijos en el amor y la verdad. Una educación que inculque valores que emanan de la verdad y del bien percibidos por la razón natural, pero en abierta disponibilidad para acoger la revelación de Dios que nos ha llegado con Jesucristo.

La tolerancia es, en efecto, criterio obligado de convivencia, pero resultado de la virtud moral de la paciencia. Por eso, la tolerancia no puede ser nunca abdicación de la verdad, es decir renuncia a buscar la verdad inquiriendo por ella y comprometiendo la vida en buscarla. La tolerancia es obsequio tributado al prójimo y reconocimiento de la dignidad de la persona y, por eso mismo, respeto por su condición moral. La Iglesia, tolerando a quienes discrepan y descalifican sus declaraciones, reconoce en la diferenciación entre el padre y la madre el orden natural querido por Dios, consciente de que su carencia es siempre una desgracia para los hijos, aun cuando en parte se pueda paliar humanamente con el amor generoso de quienes abren su hogar a los niños que no lo tienen. 

El padre y la madre son necesarios en lo que cada uno es y representa para el crecimiento y equilibrio de la persona; juntos, están llamados a compartir las tareas de la vida familiar igual que un mismo proyecto de educación de los hijos. Porque los seres humanos estamos hechos así, Dios quiso necesitar de María para que la humanidad que creó en sus entrañas para el Verbo de Dios fuera gestada en el vientre de una mujer; y quiso necesitar de José para que mediante el ejercicio de la paternidad Jesús llegara a convertirse en un ser humano en plenitud, mientras crecía bajo la autoridad de sus padres en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres.

Fue así, en el hogar de Nazaret, como dice san Mateo, donde Jesús se hizo hombre y se introdujo en la sociedad inserto en aquel tejido de producción familiar del mundo antiguo. Gracias a ello, como dice san Pablo, el que fue enviado por Dios y “nacido de mujer” (Gál 4,4), fue hijo de María y de José, “para que recibiéramos la condición de hijos” (v. 5) de aquel que es el único Padre, Dios creador del hombre. Dicho lo cual continúa el Apóstol: “Y, como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo” (v. 7a). Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, es “de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3,15).

No quiero terminar sin aludir a la conmemoración que hace que esta Misa sea de acción de gracias por la entrega de la ciudad a los Reyes Católicos, evocando de un modo particular en este día la memoria de la Reina Católica. Se han cumplido el pasado 26 de noviembre los quinientos años de su fallecimiento. No nos corresponde aquí hacer otras valoraciones, pero sí evocar su personalidad religiosa y manifestar que, aún contando con los errores humanos y el precio que todos los mortales han de pagar a la mentalidad de su tiempo, Isabel es ejemplo de un gobernante cristiano moralmente virtuoso, cargado de generosidad y entrega a su pueblo. Fueron sus convicciones religiosas las que la llevaron a entender la acción política como ejercitación de virtudes de alcance social, convencida de que la causa de Dios no sólo no es contraria al hombre sino garantía de la paz social.

Fue esposa amorosa de su marido el Rey, y madre y educadora de sus hijos; supo armonizar los deberes del Estado con los deberes familiares, aceptando las horas de dificultad, como aceptó las consecuencias del ejercicio arriesgado del poder político en fidelidad al deber moral sostenida por sus convicciones de fe religiosa.

Recuperar Almería y, al fin, Granada, fue para Isabel empresa que devolvía la libertad a la civilización cristiana de los reinos de España y de Europa entera. Recordarlo así no es ofensa a la civilización entonces vencida, sobre todo hoy, cuando la apertura al reencuentro de las culturas y a la convivencia de los pueblos es algo que sólo se puede dar sobre la identidad de cada una de ellas; como no puede haber diálogo alguno si no es sobre el fundamento de la identidad de los interlocutores. La Europa que hoy habitamos es resultado de aquella victoria histórica y su inspiración cristiana es la constante espiritual de los pueblos europeos, sin la cual no es posible entender la trayectoria de su historia.

La fe en el misterio trinitario de Dios es la clave religiosa que hizo descubrir a Europa el sentido trascendente de la dignidad humana y la razón de ser del respeto por el hombre. La pérdida de esta fe que ve en Dios Padre la fuente de todo amor por el hombre revelado en Jesucristo está dejando a Europa desvalida frente a otras concepciones, y además sin razones para hacer de la convivencia algo más que un mero compromiso de equilibrios de poder. Los grandeza de la civilización cristiana se ha construido sobre el misterio de Cristo y su singular relación como Persona divina con Dios Padre, origen de la fraternidad universal de los seres humanos redimidos por él.

Con razón decía el Papa en su Exhortación apostólica sobre la Iglesia en Europa, que “hay numerosos signos preocupantes que, al principio del tercer milenio perturban el horizonte del Continente europeo”, y entre ellos “quisiera recordar la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, unida a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa, por lo cual muchos europeos dan la impresión de vivir sin base espiritual” (Ecclesia in Europa, n. 7).

De esta falta de base espiritual se sigue la falta de una esperanza transcendente, generadora de la intolerante actitud de acoso del laicismo a la cultura cristiana y a sus signos más prestigiosos; que se ha hecho tal, añade el Papa, que “muchos ya no logran integrar el mensaje evangélico en la experiencia cotidiana; aumenta la dificultad de vivir la propia fe en Jesús en un contexto social y cultural en que el proyecto de vida cristiano se ve continuamente desdeñado y amenazado; en muchos ambientes públicos es más fácil declararse agnóstico que creyente; se tiene la impresión de que lo obvio es no creer, mientras que creer requiere una legitimación social que no es indiscutible ni puede darse por descontada” (n. 7). Por lo cual el Papa concluye advirtiendo que “en la raíz de la pérdida de la esperanza está el intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo” y que olvidar a Dios ha conducido inexorablemente en la historia al olvido del hombre (n.9).

Al recordar hoy aquel acontecimiento histórico que devolvió las tierras de España a su historia cristiana, preguntémonos si, como dice el Pontífice, no seremos “herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia” (n.7).

Que la sagrada Familia de Jesús, María y José obtenga para nosotros en esta Navidad fe en la providente paternidad de Dios, que tiene entrañas de misericordia más amorosas que las de una madre. Fe que alimente el amor a los seres humanos que de Dios procede, porque la vida del hombre sin el amor de Dios deja sin alma a las sociedades y a los pueblos.

Catedral de la Encarnación
26 de diciembre de 2004

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería