Lecturas:
Mal 3,1-4, Sal 23,7-10, Hb 2,14-18, Lc 2,22-40
Queridos
hermanos sacerdotes, religiosos y religiosas, queridos fieles
laicos:
La
fiesta de la presentación del Señor viene a devolvernos al tiempo
de Navidad que hemos vivido, al mantener el calendario litúrgico el
paréntesis temporal de los cuarenta días desde el nacimiento del
Señor, tal como prescribía el Levítico, para el rito de
purificación de la mujer después de la maternidad. Sin embargo, sólo
en segundo plano es ésta una fiesta de la Virgen ya que es ante
todo una fiesta del Señor, que de esta suerte abre el rito de la
purificación de la madre a un nuevo significado: la observancia de
la Ley es camino hacia su misma superación, tal como dice san Pablo
en la carta a los Gálatas al referirse a Jesús como hijo de mujer:
“nacido bajo la ley para rescatar a los estaban bajo la ley” (Gál
4,4).
Por
eso, la presentación de Jesús en el templo no es propiamente una
fiesta de Navidad, sino que abre la celebración litúrgica a la
predicación de la buena noticia de la salvación que llega con la
irrupción de Jesús en el templo. En Jesús se cumple así la
promesa de salvación contemplada por el profeta Malaquías: el que
va a purificarse como nacido bajo la ley, sin necesitar de hecho
purificación alguna, porque aun siendo en todo semejante a nosotros
está exento de pecado, es en realidad el purificador del templo:
“Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: será como
un fundidor que refina la plata, como a plata y a oro refinará a
los hijos de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es
debido” (Mal 3,2b-3).
Sólo
“entonces —continúa el profeta— agradará al Señor la
ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en
los años antiguos” (Mal 3,4). Sólo mediante Jesús se
restablecerá la alianza, si bien la alianza de la que es mediador
Jesús dice el autor de la carta a los Hebreos que es una “alianza
mejor” , pues promulgada en forma legal, está al mismo tiempo
“basada en promesas mejores” (Hb 8,6). La alianza en la sangre
de Jesús es una alianza “nueva” que , como tal, “deja
anticuada la primera; y lo que se vuelve anticuado y envejece está
próximo a desaparecer” (Hb 8,13).
La
novedad de esta alianza estriba en que la ofrenda nueva al Señor,
como es debido, es la misma carne y sangre del mediador de la
alianza, Jesús, que es ofrecido a Dios como primogénito y, si
necesita ser rescatado según ley antigua, en verdad es él quien
rescata del pecado y de la muerte a los que en él son hechos hijos
de Dios. Es lo que quiere explicar el autor de la carta a los
Hebreos: Jesús, el mediador de la alianza nueva y de los bienes
imperecederos, para ejercer el sacerdocio que no pasa, “tenía que
parecerse en todo a sus hermanos, para ser compasivo y pontífice
fiel en lo que a Dios se refiere y expiar los pecados del pueblo”
(Hb 2,17).
La fiesta de la presentación del Señor en el templo es anuncio de
la ofrenda nueva a Dios, prenda del rescate mediante la cual habían
de ser liberados los que vivían bajo el poder del pecado y de la
muerte. Jesús, al ser presentado a Dios como primogénito
consagrado, necesitaba de un rescate que sus padres ofrecían como
prenda del mismo al templo según la ley mosaica. En la presentación
de Jesús en el templo, sin embargo, el rito de la presentación se
abría a un nuevo significado: con su entrada en el templo y
rescatado del culto antiguo, Jesús quedaba consagrado por la
voluntad de Dios Padre y la acción del Espíritu Santo como
oficiante de una ofrenda nueva y para el ejercicio de un sacerdocio
nuevo y eterno. Así lo presentará el Padre al ungirlo en las aguas
del Jordán donde mientras recibe el bautismo de purificación de
Juan: “Este es mi Hijo amado en quien me complazco” (Mc 1,11).
Comprendamos
bien las intervenciones que, con ocasión de la presentación de Jesús,
tienen los ancianos Simeón y Ana, que alababan a Dios porque les
había permitido contemplar la irrupción del Salvador en el recinto
sagrado y ver el cumplimiento de las promesas hechas a los padres.
Tomando en sus brazos al Niño, Simeón puede exclamar: “Ahora, Señor,
según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis
ojos han visto a tu Salvador” (Lc 2,29). Lleno de gozo y transido
por el Espíritu Santo, da gracias a Dios por el cumplimiento divino
de la promesa, pero no deja de anunciar a los padres el destino de
“signo de contradicción” (v. 34) del Niño, luz para los
pueblos y piedra de tropezar a un mismo tiempo: “Este está puesto
para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una
bandera discutida” (Lc 2,34).
De
este modo, Jesús que, al ser presentado en el templo, es asociado a
la purificación de la madre, incorpora a ésta a su destino de
contradicción según las palabras del anciano Simeón a María:
“y a ti una espada te traspasará el alma” (v. 35). Ya desde el
comienzo de su evangelio, san Lucas asocia a María, la madre del
Redentor, al destino de Jesús entregado como ofrenda de sacrificio
por los pecados del mundo. Si María está en segundo plano en esta
fiesta, la profecía del anciano Simeón la devuelve al primer
plano, para que contemplemos en ella el destino al que es asociada.
La piedad popular ha intuido con hondura el carácter mariano de
esta fiesta del Señor y la ha llamado la fiesta de la Candelaria,
para honrar a la madre de aquel que es la Luz del mundo.
Queridos
religiosos y religiosas, también la vida de consagración es una
radicalización de la asociación al destino de contradicción del
Hijo de Dios humanado de todos los bautizados. Una radicalización
que vosotros vivís de forma “apasionada”, como reza el lema de
este año para la Jornada de la vida consagrada, como verdadera
vocación de vida y destino, renunciando a cuanto puede oscurecer el
signo de pertenencia exclusiva a Dios que queréis ofrecer al mundo
y a los hombres de nuestro tiempo. Por eso estáis empeñados en
borrar cualquier señal de amundanamiento que pudiera nublar el
significado del signo que, para la Iglesia y para el mundo,
representan los consejos evangélicos. Con vuestra pobreza, castidad
y obediencia tratáis de ofrecer a los hombres un signo de la
relatividad de las cosas temporales, mientras os esforzáis por
afirmar en vosotros el amor a lo imperecedero.
Dedicados
a las cosas de Dios con un corazón indiviso, los religiosos y las
religiosas, y cuantos han hecho consagración de vida por amor al
reino de los cielos, están llamados a aparecer ante los hombres
como un signo vivo de la total entrega de Cristo a la voluntad de
Dios y a la misión que el Padre le confía en favor de los hombres,
haciendo de la propia vida una ofrenda sacrificial que sustituye los
sacrificios de la alianza antigua. Es así como las personas de vida
consagrada ejercen en radical entrega a Dios el sacerdocio común de
los fieles asociando su vida a la ofrenda de Cristo.
Esta
ofrenda, queridos religiosos y religiosas, tiene particular expresión
en el hecho de ser vuestra vida un signo de la caridad de Dios, de
su amor al mundo, mientras os ocupáis de los más necesitados, a
los que ofrecéis el apoyo moral y el consuelo espiritual que
reporta al hombre el descubrimiento de su propia dignidad como hijo
de Dios.
Con vuestra consagración al anuncio y la comunicación del amor de
Dios a los demás, contribuís, mediante la generosa entrega de
vuestra vida a Cristo, a preparar a los hombres para afrontar las
dificultades y paliar las dolencias y enfermedades, restañar las
heridas y buscar la justicia que sólo encontrará cumplimiento en
la plena realización del designio de Dios sobre los hombres, objeto
y término de la esperanza cristiana. Una tarea que es, ciertamente,
vocación y empeño humano, pero que sólo se realiza por la gracia
de Dios y no por la fuerza de los hombres.
La
vida religiosa está, por eso, inserta en la comunión de la Iglesia
y es ella misma un signo de comunión en medio de la Iglesia,
familia de los hijos de Dios redimidos por Cristo y partícipes de
la salvación que llega por la dispensación de los sacramentos. No
está el carisma frente a la institución ni son realidades autónomas,
porque la institución del ministerio ordenado es también carisma
dado a la Iglesia, es decir, obra del Espíritu Santo para que se
realice en ella la voluntad de Cristo, fundador de la Iglesia. Es
Jesús quien ha confiado a los apóstoles y a sus sucesores la misión
de mantener la comunión eclesial en la unidad de la fe y del amor.
La
vida religiosa es un don admirable del Espíritu a la Iglesia, por
eso está llamada a ser signo visible de la pasión por el reino de
Dios que inspira la predicación de Cristo; y signo de la pasión
por Cristo que alienta en la Iglesia, que es su cuerpo místico. Una
vida consagrada es, en verdad, una vida apasionada por Dios y por
Cristo vivida en la comunión de la Iglesia. La vida de los
religiosos como la vida de todos los bautizados tiene que ser luz
que arroje claridad de sentido a los hombres de nuestro tiempo,
porque Cristo, el “sol que nace de lo alto” (Lc 1,78), es la
“luz para alumbrar a las naciones” (Lc 2,32) que Dios ha
entregado al mundo.
Así
lo comprendía Ana, la profetisa que había hecho del templo su casa
y vivía para alabar a Dios y bendecirlo, adelantándose así a la
vida consagrada de tantas mujeres que cierran su clausura al mundo
para abrir en ella el corazón a Dios, consagrándole sus vidas y
entregadas a la alabanza divina y aquella forma de amor fraterno que
es la oración de súplica por la humanidad, haciendo propias las
necesidades del mundo.
María,
que en parto virginal alumbró a Cristo para la salvación del mundo
sea valedora de la vida consagrada. Ella que, concebida inmaculada y
llena de hermosura para ser digna morada del Hijo de Dios, consagró
a Dios por entero su existencia terrena. Ella, en fin, que,
glorificada junto al Hijo, intercede siempre ante él por la Iglesia
y por la humanidad.
Catedral
de la Encarnación
2 de febrero de 2005
Fiesta de la Presentación del Señor