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Reflexiones
Marianas
Libro:
Es Cristo que pasa
San
Josemaría Escrivá de Balaguer
La Virgen santa, causa de nuestra alegría.
Assumpta
est Maria in coelum, gaudent angeli. María ha sido llevada por Dios, en
cuerpo y alma, a los cielos. Hay alegría entre los ángeles y entre los
hombres. ¿Por qué este gozo íntimo que advertimos hoy, con el corazón
que parece querer saltar del pecho, con el alma inundada de paz? Porque
celebramos la glorificación de nuestra Madre y es natural que sus hijos
sintamos un especial júbilo, al ver cómo la honra la Trinidad Beatísima.
Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el
Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre. Y nosotros la
recibimos, con el discípulo amado, en aquel momento de inmenso desconsuelo.
Santa María nos acogió en el dolor, cuando se cumplió la antigua profecía:
y una espada traspasará tu alma. Todos somos sus hijos; ella es
Madre de la humanidad entera. Y ahora, la humanidad conmemora su inefable
Asunción: María sube a los cielos, hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo,
esposa de Dios Espíritu Santo. Más que Ella, sólo Dios.
Misterio de amor es éste. La razón humana no alcanza a comprender. Sólo
la fe acierta a ilustrar cómo una criatura haya sido elevada a dignidad tan
grande, hasta ser el centro amoroso en el que convergen las complacencias de
la Trinidad. Sabemos que es un divino secreto. Pero, tratándose de Nuestra
Madre, nos sentimos inclinados a entender más —si es posible hablar así—
que en otras verdades de fe.
¿Cómo nos habríamos comportado, si hubiésemos podido escoger la madre
nuestra? Pienso que hubiésemos elegido a la que tenemos, llenándola de
todas las gracias. Eso hizo Cristo: siendo Omnipotente, Sapientísimo y el
mismo Amor, su poder realizó todo su querer.
Mirad cómo los cristianos han descubierto, desde hace tiempo, ese
razonamiento: convenía —escribe San Juan Damasceno— que
aquella que en el parto había conservado íntegra su virginidad, conservase
sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Convenía que
aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitara en la
morada divina. Convenía que la Esposa de Dios entrara en la casa celestial.
Convenía que aquella que había visto a su Hijo en la Cruz, recibiendo así
en su corazón el dolor de que había estado libre en el parto, lo
contemplase sentado a la diestra del Padre. Convenía que la Madre de Dios
poseyera lo que corresponde a su Hijo, y que fuera honrada como Madre y
Esclava de Dios por todas las criaturas.
Los teólogos han formulado con frecuencia un argumento semejante, destinado
a comprender de algún modo el sentido de ese cúmulo de gracias de que se
encuentra revestida María, y que culmina con la Asunción a los cielos.
Dicen: convenía, Dios podía hacerlo, luego lo hizo. Es la explicación
más clara de por qué el Señor concedió a su Madre, desde el primer
instante de su inmaculada concepción, todos los privilegios. Estuvo libre
del poder de Satanás; es hermosa —tota pulchra!—, limpia, pura
en alma y cuerpo.
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